lunes, 28 de noviembre de 2011

EL VOTO, COMO DILEMA ELECTORAL

votar o no votar. Dentro de la opción de no votar, hay la abstención pura y la que algunos electores ensayaron hace un tiempo: abstenerse activamente, anulando su voto en la boleta. Aunque de distinto impacto en la opinión pública, y distinto sentido crítico, abstenerse y anular van al mismo resultado: ambos equivalen a votar por el que gane, a dejar que otros decidan. Dentro de la opción de votar quizá el dilema más significativo es el : voto de conciencia o voto útil. El voto de conciencia es el de la convicción: voto por lo que creo, independientemente del resultado. El voto útil es el voto de la elección práctica: voto por la opción que me parece menos mala entre las que pueden ganar. El voto de conciencia es inobjetable moralmente: cada quien su credo, sin cálculos ni concesiones. El voto útil tiene el ideal vacío, elige entre males con el ánimo de evitar lo que juzga un mal mayor. Casi una tercera parte de los electores, según diversas encuestas, no tiene credo ni convicciones fijas en materia electoral. Se impondrá en ellos la lógica del voto útil, la lógica del mal menor, o la última impresión recibida antes de votar. Pero entre los ciudadanos conscientes de sus preferencias, que son el resto del electorado, los dilemas enunciados empiezan a adquirir cuerpo, y a exigir decisiones. Y eso que las campañas no han empezado.....

LA TOLERANCIA, FUNDAMENTO DE UNA VERDADERA SOCIEDAD

La tolerancia, entendida como respeto y consideración hacia la diferencia, como una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta a la propia, o como una actitud de aceptación del legítimo pluralismo, es a todas luces un valor de enorme importancia. Estimular en este sentido la tolerancia puede contribuir a resolver muchos conflictos y a erradicar muchas violencias. Y como unos y otras son noticia frecuente en los más diversos ámbitos de la vida social, cabe pensar que la tolerancia es un valor que –necesaria y urgentemente– hay que promover. Sin embargo, promover una acertada aplicación de la tolerancia es algo extremadamente difícil y complejo, que conviene analizar con calma, sin trivializarlo, para no caer en simplistas reduccionismos. En primer lugar, la tolerancia tiene su justa medida. A nadie se le ocurre que haya que tolerar el robo, la violación o el asesinato. Ni nadie cree de verdad que imponer la ley o un sistema de autoridad haya de considerarse como una grosera manifestación de intolerancia. Si nos dejáramos llevar por esos errores, terminaríamos bajo la ley del más fuerte. Sería imposible establecer un sistema de Derecho o cualquier tipo de ordenamiento jurídico. Sería como la ley de la selva. No habría forma de vivir pacíficamente en sociedad. Promover la tolerancia no es tolerarlo todo, porque es evidente que no se puede permitir todo. Por eso, ni siquiera el anarquismo más radical ha considerado la tolerancia como algo ilimitado, puesto que solo con imaginar un colectivo humano en el que todo debiese ser tolerado, es fácil comprender que sería un caos completo y absoluto. La tolerancia ha de tener unos límites. Una interpretación superficial de la tolerancia la llevaría a su ruina: al escepticismo del todo vale. La verdadera tolerancia –como ha señalado Norberto Bobbio– no se fundamenta en el escepticismo, sino en una firmeza de principios, que se opone a la indebida exclusión de lo diferente. O, como señalaba Federico Mayor Zaragoza, la tolerancia no es una actitud de simple neutralidad, o de indiferencia, sino una posición resuelta que cobra sentido cuando se opone a su límite, que es lo intolerable. La cuestión es –como apunta Rafael Navarro-Valls– acertar con una noción de tolerancia que no sea simplemente fruto del cansancio intelectual o de la indiferencia, y que logre equilibrar los derechos de la verdad con los de la conciencia individual.